El Poder de la Palabra de Dios
Una Nota Pastoral sobre las Sagradas Escrituras
Una Nota Pastoral sobre las Sagradas Escrituras
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Una Iglesia viva en Cristo es una Iglesia cuyos miembros aman las Escrituras, las estudian, las oran y las viven. A medida que la Arquidiócesis de Detroit continúa experimentando su “conversión misionera”, de modo que cada católico pueda ser formado y enviado como un alegre discípulo misionero, me gustaría resaltar la necesidad de recurrir a la Palabra de Dios para equiparnos e inspirarnos para esta tarea. Al hacerlo, asumo el encargo que el Papa Francisco dio a toda la Iglesia cuando estableció el Domingo de la Palabra de Dios, que se celebra anualmente el Tercer Domingo del Tiempo Ordinario: fomentar la lectura devota de la Biblia y una mayor familiaridad con la palabra de Dios[1].
San Pablo recuerda a Timoteo, un joven hombre que había reclutado y formado como discípulo misionero, sobre el regalo que había recibido al ser instruido sobre las Escrituras desde sus primeros años:
Además, desde tu niñez conoces las Sagradas Escrituras. Ellas te darán la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar, rebatir, corregir y guiar en el bien. Así el hombre de Dios se hace un experto y queda preparado para todo trabajo bueno (2 Timoteo 3:15-17).
Debido a que las Escrituras no son una mera escritura humana, sino que fueron escritas por Dios mismo, tienen un poder único para transformar el corazón humano, para “hacernos sabios para la salvación”. Las Escrituras iluminan nuestra mente, revelan el glorioso plan de salvación de Dios, nos enseñan sus caminos y nos muestra cómo vivir como su pueblo. Para afrontar con confianza y sabiduría los numerosos desafíos de nuestro tiempo, los católicos necesitan renovar su entusiasmo para estudiar la Biblia y enseñarla, incluso a los más jóvenes.
Dios le dio este mandato a su pueblo Israel:
Graba en tu corazón los mandamientos que yo te entrego hoy, repíteselos a tus hijos, habla de ellos tanto cuando estés en casa como cuando estés de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes (Deuteronomio 6:6-7).
No hay mejor modelo para escuchar y guardar la palabra de Dios que María, la Madre de Dios. Ella reflexionó sobre las promesas de Dios en las Escrituras, y mientras estas promesas se cumplían ante sus ojos, “guardaba todos estos acontecimientos, y los volvía a meditar en su corazón” (Lucas 2:19). Tuvo el maravilloso privilegio de enseñar las Escrituras, a la misma Palabra de Dios—Jesús, su hijo. Como escribió San Agustín:
Dichoso el vientre que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la felicidad en las realidades de orden material, ¿qué es lo que respondió?: Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María es dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo[2].
Imitar a María al escuchar y guardar fielmente la Palabra de Dios es crecer como discípulo de Jesús. Es, por eso, una parte esencial del triple proceso de evangelización identificado en el Sínodo 16: Encuentro, Crecimiento, Testimonio (ver: Haz Llegar el Evangelio, Marcador 9.2). El estudio de las Escrituras también es una parte esencial de la renovación parroquial en la Arquidiócesis de Detroit (Haz Llegar el Evangelio, Marcador 3.2).
En esta Nota Pastoral, revisaré brevemente la doctrina católica con respecto a la Biblia, reflexionaré sobre cómo leemos la Biblia en un diálogo devoto con el Señor, explicaré la importancia de la Biblia en nuestra vida como Iglesia local y nuestro llamado a responder a la palabra. Finalmente, recomendaré algunas formas para que las parroquias fomenten una renovación bíblica entre sus miembros.
Jesús les enseñó a sus discípulos una profunda reverencia por las Escrituras. Debido a que son la palabra viva de Dios “No se puede cambiar la Escritura” (Juan 10:35). Jesús mismo vivió en obediencia a las Escrituras y con su vida, muerte y resurrección las cumplió[3]. Después de su resurrección dio la lección más extraordinaria de la historia sobre la Biblia a dos discípulos en el camino a Emaús cuando “les interpretó lo que decía de él en todas las Escrituras”. Después se dijeron el uno al otro “¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lucas 24:27, 32). Sus corazones ardían porque estaban descubriendo las incalculables riquezas escondidas en la Escritura: la revelación misma de Cristo a quien después experimentaron en “la fracción del pan”.
Desde el inicio, la Iglesia católica ha seguido a Cristo en reverenciar las Escrituras. En ello, “la Iglesia encuentra constantemente su alimento y su fuerza, porque las acoge no como una palabra humana, ‘sino como lo que realmente son, la palabra de Dios[4]‘”. La Iglesia reconoce que debido a que la Biblia está inspirada por Dios, enseña la verdad con absoluta confiabilidad:
Pues, como todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos afirman, debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo, hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas escrituras para nuestra salvación[5].
Al componer las Escrituras, Dios uso autores humanos. Fueron auténticos autores, escribieron en sus propios idiomas y contextos históricos y culturales, haciendo uso de sus propias habilidades y conocimiento. Por lo tanto, para entender las Escrituras correctamente, debemos “investigar con atención lo que pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos[6]”. Es por esto por lo que una buena erudición bíblica y los recursos de estudio de la Biblia son tan importantes para la vida de la Iglesia. Como comentó hace poco el Papa Francisco, “Por tanto, junto a un incremento de los estudios eclesiásticos dirigidos a sacerdotes y catequistas, que valoricen de manera más adecuada la competencia en la Sagrada Escritura, se debe promover una formación extendida a todos los cristianos, para que cada uno sea capaz de abrir el libro sagrado y extraer los frutos inestimables de sabiduría, esperanza y vida[7]”. Al mismo tiempo “la Sagrada Escritura debe ser leída e interpretada con el mismo Espíritu con que se escribió[8]”.
Así como la inspiración del Espíritu Santo fue necesaria para los autores humanos de las Escrituras, también nosotros necesitamos la inspiración del Espíritu Santo para entender lo que Dios nos comunica a través de su palabra[9]. Orar al Espíritu Santo es, por lo tanto, una parte indispensable de la lectura y estudio de las Escrituras. De la misma forma, las Escrituras deben ser siempre interpretadas a la luz de la tradición viva y de la enseñanza de la Iglesia, las cuales son guiadas por el mismo Espíritu Santo. “La Santa Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas[10]”.
El consejo que San Jerónimo daba a sus contemporáneos cristianos sigue válido en nuestros días: “Lee muy a menudo las Divinas Escrituras, o mejor, nunca el texto sagrado se te caiga de las manos[11].” Leer las Escrituras no es como leer cualquier otro libro, porque las Escrituras son la palabra viva con la que Dios habla con cada uno de nosotros personalmente, aquí y ahora. “El Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos[12]”. Dios nos revela su corazón y anhela que le respondamos desde nuestro corazón. Cuando leemos las Escrituras devotamente, esto se convierte en un dialogo de amor. Escuchamos el corazón de Dios a través de su palabra y le respondemos desde nuestro corazón en oración.
La tradición cristiana desarrolló la práctica de la lectio divina como una manera de ejercitar este tipo de lectura devota. Tradicionalmente la lectio divina consiste en cuatro simples pasos:
La tradición cristiana ha desarrollado otras formas útiles para que escuchemos con atención a Dios que nos habla a través de su Palabra. Los ejercicios espirituales de San Ignacio, en los que usamos nuestra imaginación para ubicarnos dentro de la escena de una historia bíblica, es una forma particularmente efectiva de incorporar las Escrituras en nuestra oración.
Conforme estudiamos las Escrituras devotamente, se va formando nuestra relación con Dios, que a su vez da forma a toda nuestra vida: nuestros valores, juicios, deseos, palabras y acciones. Aunque se escribieron hace miles de años, las Escrituras abordan los desafíos de nuestro tiempo. La palabra de Dios habla de la vida familiar, la educación, el comercio, la justicia social, las pandemias mortales, las tensiones raciales y políticas y la vida como pueblo de Dios en un mundo que es frecuentemente hostil.
En tiempos de incertidumbre y confusión, es aún más esencial nutrirse de las Escrituras todos los días. La palabra de Dios se convierte en un ancla para nuestras almas. Comenzamos a ver todo en esta vida con su verdadera luz: cómo el morir en preparación para nuestro destino final. Al mismo tiempo, comenzamos a experimentar cuán absolutamente confiable es la palabra de Dios:
Toda la carne es hierba,
y toda su delicadeza como flor del campo.
La hierba se seca y la flor se marchita.
mas la palabra de nuestro Dios permanece para siempre (Isaías 40:6-8).
También, comenzamos a experimentar la fertilidad espiritual de la palabra de Dios, que tiene un poder intrínseco para lograr su propósito en nuestras vidas y en la Iglesia. La palabra de Dios es creativa: “Dios dijo, «Haya luz», y hubo luz”:
Como baja la lluvia y la nieve de los cielos
y no vuelven allá sin haber empapado la tierra,
sin haberla fecundado
y haberla hecho germinar,
para que dé la simiente para sembrar
el pan para comer,
así será la palabra que salga de mi boca.
No volverá a mí con las manos vacías
sino después de haber hecho lo que yo quería,
y llevar a cabo lo que le encargué (Isaías 55:10-11).
La palabra de Dios da guía a nuestras vidas, nos ayuda a discernir correctamente como tomar decisiones y como actuar en situaciones difíciles:
Para mis pasos tu palabra es una lámpara,
una luz en mi sendero (Salmo 119:105).
La palabra de Dios nos purifica al mostrarnos las áreas de pecado escondidas y dirigirnos al arrepentimiento:
En efecto, la palabra de Dios es viva y eficaz, más penetrante que espada de doble filo, y penetra hasta donde se dividen el alma y el espíritu, las articulaciones y los tuétanos, haciendo un discernimiento de los deseos y los pensamientos más íntimos (Hebreos 4:12).
Finalmente, la palabra de Dios nos salva al llamarnos a creer en Jesús y vivir de acuerdo con su voluntad, para que podamos estar preparados para el día del juicio:
Reciban con sencillez la palabra sembrada en ustedes, que tiene poder para salvarlos (Santiago 1:21).
La Escritura es un regalo no solo para los individuos sino para el cuerpo de Cristo en su totalidad. El hogar principal de las Escrituras es la liturgia. Las Escrituras son el lenguaje que Cristo le da a su Esposa, la Iglesia, para todas sus acciones litúrgicas, incluyendo cada uno de los sacramentos. “La Sagrada Escritura y los Sacramentos no se pueden separar[13]”. La Palabra de Dios es preeminente en el punto culminante de las acciones litúrgicas de la Iglesia, que es la misa. Aquí las Escrituras son proclamadas en las lecturas, se explican en la homilía y luego se promulgan en el sacrificio Eucarístico:
Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo[14].
Toda la liturgia está impregnada de las Escrituras. Cuanto más conozcan los fieles las Escrituras, más plenamente podrán participar en la liturgia y más fructíferamente recibirán a Cristo, la Palabra viva, en la Sagrada Comunión.
La Catequesis y todo el ministerio pastoral también necesitan recurrir constantemente a la palabra de Dios. El Papa Benedicto XVI, en su exhortación apostólica sobre las Escrituras, enfatizó la necesidad de que todas las actividades de la Iglesia se funden más en la Biblia:
“Deseo sobre todo subrayar que la catequesis «ha de estar totalmente impregnada por el pensamiento, el espíritu y las actitudes bíblicas y evangélicas, a través de un contacto asiduo con los mismos textos…”, el conocimiento de las figuras, de los hechos y las expresiones fundamentales del texto sagrado; para ello, puede ayudar también una inteligente memorización de algunos pasajes bíblicos particularmente elocuentes de los misterios cristianos[15]…
La Teología, también debe arraigarse más profundamente en las Escrituras: “El estudio de la página sagrada debe ser el alma misma de la teología sagrada[16]”. Cada rama de la teología prospera solo al regresar constantemente a la palabra de Dios y dejar que arroje nueva luz sobre las preguntas y problemas de nuestro tiempo.
De manera particular, la evangelización depende de las Escrituras porque la palabra de Dios tiene un misterioso poder de atracción, incluso para los incrédulos que no saben que la Biblia es la palabra de Dios. Su verdad resuena con un corazón humano que está abierto. Al mismo tiempo, un evangelista que “vive en la palabra” es capaz de hablar con mayor compasión y más clara convicción. De hecho, tratar de hacer llegar el Evangelio sin utilizar las Escrituras es como tratar de conducir un automóvil sin ruedas. Como señaló el Papa Francisco:
Toda la evangelización está fundada sobre ella [la Escritura], escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización. Por lo tanto, hace falta formarse continuamente en la escucha de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente evangelizar[17].
La palabra de Dios llama por una respuesta del corazón humano. Jesús es el sembrador divino que siembra generosamente la semilla de su palabra, pero la fecundidad de la semilla depende de la calidad del suelo que la recibe:
El sembrador salió a sembrar. Al ir sembrando, una parte del grano cayó a lo largo de camino, lo pisotearon y las aves del cielo lo comieron. Otra parte cayó sobre rocas; brotó, pero luego se secó por falta de humedad. Otra cayó entre espinos, y los espinos crecieron con la semilla y la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, creció y produjo el ciento por uno (Lucas 8:5-8).
Esta parábola, como Jesús lo explica, describe la variedad de respuestas humanas a la palabra de Dios:
La semilla es la palabra de Dios. Los que están a lo largo del camino son los que han escuchado la palabra, pero después viene el diablo y la arranca de su corazón, pues no quiere que crean y se salven. Lo que cayó sobre la roca son los que, al escuchar la palabra, la acogen con alegría, pero no tienen raíz; no creen más que por un tiempo y fallan en la hora de la prueba. Lo que cayó entre espinos son los que han escuchado, pero las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida los ahogan mientras van caminando, y no llegan a madurar. Y lo que cae en tierra buena son los que reciben la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y, perseverando, dan fruto (Lucas 8:11-15).
La verdad que nos hace recapacitar es que es posible ser como suelo estéril en el que la palabra de Dios no da fruto: siendo poco receptivos; o siendo sólo superficialmente receptivos lo que nos hace que caigamos en tiempos de prueba; o dejando que la palabra sea “sofocada” por placeres, preocupaciones y desvelos mundanos. Pero la buena noticia es que, si hasta ahora no hemos sido un suelo receptivo, ¡siempre es posible cambiar y convertirnos en un suelo bueno! Para aquellos que reciben la palabra y “la retienen con un corazón honesto y bueno”, la palabra de Dios es sobreabundantemente fructífera.
De todo lo que se ha dicho anteriormente, está claro que, para los sacerdotes, diáconos y todos los fieles en la Arquidiócesis de Detroit, nuestros esfuerzos para hacer llegar el Evangelio deben incluir llevar a las personas a un contacto profundo y vivificante con la palabra de Dios.
Muchos católicos han escuchado las lecturas del leccionario en la misa durante años, pero no están familiarizados con el contexto de esas lecturas o la historia general de la Biblia. Han escuchado extractos de las Escrituras, pero es posible que no hayan leído un libro completo de la Biblia o no hayan descubierto las asombrosas interconexiones entre las diferentes partes de la Sagrada Escritura. Muchos tienen hambre de descubrir cómo estudiar la Biblia “para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo[18]”.
Con ese fin, animo a todos los pastores y sus compañeros de trabajo a que establezcan estudios bíblicos en las parroquias, utilizando materiales católicos sólidos de estudio bíblicos, a fin de ayudar a los feligreses a familiarizarse con las Escrituras y, especialmente, con el kerigma, que es el mensaje básico del Evangelio. Es apropiado tener algunos estudios bíblicos para principiantes y otros que permitan una mayor profundidad al enfocarse en un libro individual de la Biblia o un tema bíblico. Recomiendo esfuerzos para enseñar a los fieles la práctica de la lectio divina. También aliento iniciativas para ayudar a los fieles a asumir el desafío y la bendición de leer toda la Biblia, con capítulos designados para cada día.
Los pastores también deben prestar mucha atención a la formación de los lectores. Los lectores deben dominar no solo la proclamación oral, sino también el contenido de las lecturas de las Escrituras, para que puedan proclamar la palabra de Dios con entendimiento y fe. Se pide a todos los lectores que se comprometan en un estudio bíblico continuo.
Por último, recomiendo de sobremanera el Rosario como una forma de recibir la palabra en la fe, en unión con María la mujer de fe. Cada decena del Rosario se centra en un misterio en la vida de Cristo, desde su encarnación hasta su pasión y glorificación. Al orar estos misterios con María, aprendemos a reflexionar sobre la palabra de Dios en el silencio de nuestro corazón y a atesorarla como ella lo hizo. Es especialmente fructífero rezar el Rosario Bíblico, que hace más explícitos los fundamentos bíblicos de los misterios. Hay varias formas del Rosario Bíblico, en algunas se leen en voz alta breves pasajes de las Escrituras entre cada Ave María, y otras en las que se leen pasajes más largos entre las decenas[19].
A medida que nuestra Iglesia local y sus actividades se saturan más con la palabra de Dios, esa palabra se convierte en la semilla de una forma de vida en la que Cristo es conocido y amado, creído y adorado, y en el que nuestras relaciones los unos con los otros y con el mundo exterior reflejan más plenamente el amor de Cristo. Por la gracia del Espíritu Santo, se puede decir de la Iglesia en Detroit como de la Iglesia antigua en Jerusalén que, conforme “La palabra de Dios se difundía; el número de los discípulos de Jerusalén aumentaba considerablemente” (Hechos 6: 7).
Sinceramente suyo en Cristo,
El Reverendísimo Allen H. Vigneron
Arzobispo de Detroit
[1] Francisco, Aperuit Illis, 3.
[2] Sermón 25, 7-8 (PL 46, 937-938).
[3] Mt 26:53-56; Mc 14:49; Lc 4:21; 22:37; Jn 13:18; 17:12; 19:28.
[4] CIC 104, citando 2 Tesalonicenses 2:13.
[5] Vaticano II, Dei Verbum, 11.
[6] Dei Verbum, 12.
[7] Francisco, Scripturae Sacrae Affectus.
[8] Dei Verbum, 12, Traducción Oficial extraida de : www.vatican.va.
[9] Ver Francisco, Aperuit Illis, 10.
[10] CIC 95.
[11] Jerónimo, Epístola 52.7 (CSEL 54, 426), citado en Papa Francisco, Scripturae Sacrae Affectus.
[12] Vaticano II, Dei Verbum, 21.
[13] Francisco, Aperuit Illis, 8.
[14] CIC 103.
[15] Benedicto XVI, Verbum Domini, 74.
[16] CCC 132.
[17] Francisco, La Alegría del Evangelio, 174.
[18] CIC 133.
[19] Un excelente recurso en español de los Caballeros de Colon para el Rosario bíblico se encuentra aquí.